sábado, 11 de febrero de 2012

LA NECESIDAD DE UN DILUVIO


Por Ignacio J. Beetar Z.


Razones por las que recomiendo a Le Clézio:

1. Porque es un novelista indispensable para entender el hastío del europeo promedio, ese que sueña con escapar a un paraíso tropical estilo Cartagena de Indias, donde pasar tranquilamente el resto de sus días.

2. Porque es uno de los pocos autores de valor que han sobrevivido a ese gran mar de nuevos escritores graciosos, cuyas obras se caracterizan por tener poco o ningún contenido.

3. Porque a pesar de ser europeo, su escritura es un canto al estilo de vida y visión de mundo de una Latinoamérica que ya sólo existe en los pocos pueblos indígenas que han sobrevivido a la masacre de los gobiernos, y en las postales y planes turísticos que se ofrecen a los pensionados y oportunistas de baja calaña que vienen a colonizar nuestros espacios.

Existen otra infinidad de razones, pero no las voy a enumerar aquí, principalmente, porque con este autor es mejor lanzarse de cabeza y dejarse llevar por el ritmo de su pulso narrativo (¡y qué pulso, déjenme decirles!).

Con Le Clézio empecé, como quién dice, al revés. El primer libro suyo que tuve frente a mis ojos fue Urania. Libro maravilloso donde los haya, y de una belleza estilística poderosa. Mientras lo leía pensaba “carajo, ¿dónde había estado metido este tipo? ¿Por qué nadie me había hablado de él?” La razón es simple. Le Clézio no es un autor fácil de leer, porque aunque su manera de narrar es muy clara (tan transparente como el agua de un río, parafraseando a Capote en su prefacio de “Música para camaleones”), abarca asuntos históricos, políticos e incluso existenciales, para los que se necesita un conocimiento más o menos claro de las formas en las que el espíritu de la modernidad ha erosionado al hombre occidental. Por eso la escritura de Le Clézio es fugitiva. Ella huye de las concepciones a veces demasiado elaboradas del sujeto moderno, huye de la imposición de una forma de ser y pensar que a lo largo de nuestro tiempo no ha hecho más que destruir lentamente las subjetividades, someter los últimos vestigios de la imaginación creadora del hombre común a los dictámenes de una vida programada, medida, fría, injustamente calculada. Le Clézio, a su manera, es un outsider, un disidente de su propio mundo. Y es aquí donde la novela “El diluvio” se vuelve indispensable, en tanto es el libro clave para comprender casi toda la obra de este autor, para entender de dónde sale el empeño de celebrar la vida de esos otros pueblos tan al margen del “pensamiento moderno”. Este pequeño gran libro, de alguna manera, traza las coordenadas hacia la espontaneidad, hacia lo simple y maravilloso (¿hacia la felicidad?). Gracias a este libro podemos entender por qué Le Clézio celebra al tercer mundo, a ese nicho de locuras donde la imaginación, el rito y la performatividad engrandecen al ser humano, no como colectivo de una comunidad “culturalmente más avanzada y compleja”, sino como esa bella y extraña especie animal capaz de enriquecer su entorno a través del ingenio con el que manipula el aparataje simbólico que ha hecho de ella lo que es.

El diluvio se divide en trece capítulos que representan a su vez trece días en la vida de alguien llamado Francoise Bresson, quien lleva a cuestas la resignación, herrancia y desorientación propia de la contemporaneidad. Un hombre que se halla inmerso en un universo complejo pero vacío, donde la sustancia, el sustrato esencial de la vida, parece haberse desvanecido mucho tiempo atrás. La vida de Bresson es triste, patética y condenadamente asfixiante; en ella las cosas pasan porque sí, porque no hay remedio, y lo único que se puede hacer es verlas atravesar las ventanas de los apartamentos, los parques, las carreteras, los motores de los automóviles, o los desamparados corazones de hombres y mujeres, habitantes de un mundo hecho a la medida de sus desgracias.